Cine

Birdman, o la locura desatada

«Amó aquella vez como si fuese última»

Construccion – Chico Buarque

Hace un año empecé un borrador sobre Birdman, una película fantástica. Nunca lo terminé. No sé bien por qué lo deje de lado, el asunto es que se quedó rezagado y yo seguí escribiendo sobre otras cosas. Creo que fue la última película que vi con mi ex. Recuerdo que al salir del cine los dos manifestamos estar completamente asombrados por la magnitud de la película, pero por asuntos que nunca logré entender bien rápidamente nos entrábamos en una discusión sin importancia alguna (o así lo leo ahora, lo que ella encontrará extremadamente conveniente de mi parte). Discutimos, si no me equivoco, sobre el significado de la secuencia final, el vuelo que toma el protagonista con su hija observándolo desde la ventana del hospital en el que se baja el telón.

Recordé esto porque el sábado pasado pude ver nuevamente la película, y su magia se repitió, también las preguntas que me dejó, pero, sobre todo, me hizo abrir este borrador y reescribir el comienzo, pues caí en cuenta  que ahora, mientras tengo un sin fin de nimiedades que completar, es para mi más fundamental reescribir esa «discusión» (la cual me llevó a pensar que en este blog podía hacer mi descargas y encontrar la simpatía de alguna lector (qué idiota)) antes que cualquier otra cosa. ¿Por qué?

Bueno, porque esas discusiones responden a la duda mayor de la película y, sobre todo, a la duda soberana de Carver: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?

Ya no recuerdo si yo creía que ese salto por la ventana era una metáfora. Si era ella la que lo pensaba. O, peor, y probablemente la respuesta correcta, si éramos los dos, y mis impulsos confrontacionales junto a su testarudez nos incomunicaban hasta el punto de regresar a su departamento con la posibilidad de sexo casi ahogada.

Pero en ese diálogo, en ese intento mutuo de salvar la excitación que te puede producir una obra de arte, ahí hay una conversación de amor. No del amor absoluto que grita uno de los actores, pero si de un amor en construcción, que, como la canción, se enreda en su propias palabras (cuánto se de esto, pienso ahora). Ahora lo creo. Hablamos de amor cuando construimos, y destruimos cuando lo dejamos de hacer. ¿El problema es querer construir lo mismo, o querer construir juntos? Eso no lo sé.

Dejo hasta acá el recuerdo, satisfecho. La película logró las dos veces que la he visto que hablara de amor, que hablara con alguien de amor, incluso, que amara, asunto en extremo complicado. Es decir, esta le rindió completos honores a Carver, tal como él valoró su vida:

-And did you get what you wanted from this life, even so?

– I did.

– And what did you want?

-To call myself beloved, to feel myself beloved on this earth.

Raymond Carver – Late Fragment

Lo que sigue es el borrador que escribí en ese entonces. Sean libre de leerlo, malo no es, completo tampoco.

Es impresionante lo complicado que puede ser ponerse de acuerdo sobre asuntos relativamente simples: te gustó la película?, entendiste el final?, etc. En fin, mejor desatar el nudo antes que encontrar la parte donde tú y otro ser humano coinciden de manera perfecta.

Birdman, or (The unexpected virtue of ignorance) es, a mi parecer, una película subdividida en un sin fin de, digámosle, secciones. Están las secciones espaciales: el teatro de broadway, también subdividido en camarines, pasillos, escenario, entretecho, butacas, lobby y azotea. Están las secciones musicales, primero que nada, la repentina batería que suena sin (casi) saber de dónde proviene, y segundo, la liviana y flotadora música clásica que acompaña el vuelo del protagonista (un notable Michael Keaton). Está la sección mayor (en escala) que es Nueva York: sus callejones, sus bares, sus luces, sus espacios públicos, la gente de Nueva York que transita por esos espacios (desde un tipo disfrazado de Spiderman a las 9 pm hasta una oficinista que, mientras habla por teléfono, camina apurada comiendo pizza de una caja familiar que lleva en las manos), su constante estado de actividad y de metrópolis en constante reparación, como si nunca no tuviera una cañería rota que maquillar. No se debe olvidar la sección cibernética o tecnológica de la película, una especie de telón de fondo que graba y registra todo, tanto así que lo que es vergonzoso para ti en internet puede ser una mina de oro o tu tumba. Y, finalmente, está la sección de los personajes. Son estos los que, magistralmente, saltan de una sección a otra vinculando cada una como si fuera un laberinto y un rompecabezas a la vez, pues sigues a cada uno por una vía distinta, en cada uno confías para que te lleven a la salida, y ellos no hacen más que realizar su trayecto normal hasta que te pierdes o cambias al trayecto de otro personaje y solo queda unir las partes más tarde.

En este momento, solo uno es el personaje que me interesa, el de Michael Keaton, quien interpreta a un actor hollywoodense llamado Riggan Thomson, famosos en los 60 por haber interpretado al personaje de cómic Birdman, un superhéroe con alas capaz de volar y con extraordinaria fuerza. Hoy por hoy, Riggan Thomson es un sujeto que vive con el fracaso que significa para él ser alguien (casi) olvidado, desaparecer cada día más en el recuerdo de su interpretación pasada. Teme no poder realizar algo que valga la pena antes de morir, y por eso se entrega por completo, tanto mental como financieramente hablando, en la escritura, dirección y actuación de una obra teatral montada en broadway. La obra es nada menos que la adaptación de «De qué hablamos cuando hablamos de amor» («What we talk about when we talk about love») de Raymond Carver.

(Paréntesis: Raymond Carver fue un escritor estadounidense que vivió entre 1938 y 1988 y que es mundialmente conocido por sus cuentos. Fue alcohólico hasta unas pocas semanas de su muerte. Menciono estos elementos porque son importantes en la interpretación de Keaton y de Edward Norton (quien interpreta a Mike Shinner, un actor de teatro de un comportamiento a ratos hostil, a ratos pornográfico, una especie de obsesivo esceno-maniaco incapaz de sincerarse una vez que baja de las tablas), ambos una especie de combinación de Raymond Carver; Shinner como el Carver joven, alcohólico, mujeriego, un tanto descentrado, y Thompson como el Carver viejo, rehabilitado, pero lunático, afectado por el paso del tiempo y la soledad).

El problema de Thompson es que no es solo un personaje, es también su alter ego, el superhéroe alado que le habla constantemente durante toda la película. Es una voz anidada en su cabeza que lo atormenta con la idea de que su verdadera derrota es estar en ese sucucho de teatro en vez de estar ganando millones y siendo visto por billones en el estreno de Birdman 4 que tanto exista a los fanáticos japoneses. Y cada vez que la escucha entra en juego el sonido de una batería (interpretada por Childish Gambino a todo esto), al parecer, también una creación de su mente. Entonces, Thompson se debate constantemente entre quién es y a quién le cree. El quiere ser un actor conocido por más que Birdman, quiere ser más que un actor de teatro que no le alcanzó, quiere ser más que un papa ausente, quiere ser más que un hombre todavía enamorado de su ex y con un pavor total por las locuras de la chica con la que mantiene una relación tempestuosa. Quiere, finalmente, sacarse a Birman de la cabeza y sorprenderse, demostrarse que es capaz de más de lo que él espera de sí mismo…

El Club, o los curas que siempre tuviste cerca

De fondo, Radiohead, In Rainbows, solo porque sí, por qué no?,

tal vés porque es tan triste como ver llorar a alguien por un animal.

Hace unas dos semanas se estrenó la aclamada y premiada película El Club de Pablo Larraín. Esta aborda la «realidad» de 5 curas alejados de sus funciones en la Iglesia por haber cometido diversos crimen o pecados que ameritan distancia social, penitencia y oración, o al menos así le parece a la Iglesia que los margina. Como película es fascinante. Silenciosa. Oscura. De una cercanía conflictiva. Con personajes levemente perversos, que en cámara son mínimamente perdonados por breves momentos. Con un pueblo que funciona, que «vive», pero que recuerda a cementerio de esperanzas, como el sexo que no tuvo la pescadora con Sandokan (un perturbado y genial Roberto Farías). Es, más que nunca, una película necesaria, ya que cumple una labor detestable: ser capaz de mostrar una naturaleza entrañable de sujetos que una vez lo fueron, y para muchos, pero hoy son moralmente repudiados.

Es limpiar caca.

La imagen no es gratuita. Antonia Zegers interpreta a una ex monja que vive para cuidar a 4 curas, pero que también cumple penitencia junto con ellos, y que en un memento la muestran limpiando y colocándole un pañal nuevo al más viejo de los curas, interpretado por un iluminado Alejandro Sieveking (la capacidad con que evidencia su perturbación solo con sus cejas, sus facciones, es un capítulo aparte durante todo el relato: su gestualidad es lo más sincero que como espectadores podemos utilizar para entender cabalmente el clima de las situaciones vividas en la casa).

Lo que me motiva a escribir de esto es que siento la película perturbadamente cercana. Más bien, siento cercana la idea de limpiar caca, de haber crecido en un lugar que se vio enfrentado a limpiar sus pecados. Los «curitas del colegio», como dice uno de los personajes, es una expresión certera para muchos de los que tuvimos alguna tipo de educación católica-cristiana con curas o monjas involucradas. Buenos colegios te diría la mayoría. Malas experiencias te dirían algunos. O pilas de mierda fondeada en una casa en la playa.

El desafío moral que propone la película corresponde, a mi parecer, a esa cercanía: cómo entender, o incluso justificar y, en algún grado, perdonar conductas deleznables, por muy cercanas o productoras de empatía que nos puedan parecer los personajes en sí? Que tire la primera piedra el que nunca ha sufrido conflictos internos y ha tomado decisiones en torno a ellos.

Y la película pareciera hacerse dicha pregunta a sí misma. Si un relato conductor es la presencia de Sandokan (hombre que fue abusado desde pequeño por un cura, quien además se suicida al poco tiempo de haber llegado a la casa de reposo cuando es increpado por Sandokan a través de un discurso memorable con que reproduce los abusos logrando que los curas, protegidos en las paredes de su casa, parecieran ser los abusados ahora, retorciéndose en sus asientos mientras observan por la ventana el espectáculo y urgen al cura increpado para que haga algo), repito, si un relato es su presencia, el otro es la noción de culpa, responsabilidad y perdón que todos los que son parte de la casa deben responder, es decir, todos los que fueron o son elementos de la iglesia. Cómo perdonar? Existe realmente la penitencia? Hay libertad en el encierro? Después del suicidio del cura, llega a la casa un padre joven, le dicen de la «nueva iglesia», una reformista, que quiere cerrar los espacios como la casa de reposo par así eliminar el recuerdo producido por los errores de sus fieles. El problema es que no puede alcanzar ese objetivo si no encuentra real penitencia y reconocimiento de los errores personales en aquellos que han pecado. El cura de la nueva iglesia no logra contestar dichas preguntas y decide, cual Poncio Pilato, lavarse las manos del caos y entregarle al pueblo (los curas y la monja que habitan en la casa) el devenir de un hombre (Sandokan).

Finalmente, uno de los curas (encarnado en un genial Alfredo Castro) llora al perro que pierde por el caos desatado. Y su llanto por el único ser que le entregaba cariño pese a su asumida represión en torno a su deseo homosexual («No me hable usted de represión, yo soy el Rey de la Represión»), evidencia que, tal ves, tragedias similares nunca esclarecen culpabilidad, solo evidencia el sufrimiento del que pareciera no van a escapar nunca.

Después de haber ahogado con un bolsa plástica al perro que cuidaban entre todos, la monja se acerca al padre que llora su muerte en el confesionario, arrodillado.

Monja: Perdóneme, padre.

Me va a matar?

Padre: No.

Monja: Me a perdonar?

Padre: (subiendo la mirada hacia ella) No, conchatumadre, no te voy a perdonar nunca.

Ese nunca se vuelve el amo y soberano en un película de perdones que no llegan.

El_Club-poster

There are no coincidences

“There are no coincidences, Delia. Only the illusion of coincidence.”

V, en V de Vendetta

Hoy miércoles, un día como cualquier otro, no puedo dejar de pensar en las coincidencias, o más precisamente, en qué son las coincidencias. Con el tiempo he analizado distintas ideas sobre qué son las coincidencias, o a qué le llamamos una. Últimamente he tratado de eliminar apreciaciones sobre estas que no me satisfacen. Coincidentemente, mientras observaba película V de Vendetta por enésima vez, he reafirmado que lo expresado por V (el personaje principal de la novela gráfica, y posterior película del mismo nombre, escrita por Allan Moore e ilustradas por David Lloyd), es una idea que no he logrado descartar como posible respuesta. Más aún, como única respuesta a la hora de entender qué es una coincidencia.

Tejer puzles

El trabajo de Moore, y en especial la frase citada a la luz del libro, nos hace pensar en aquellas cosas que parecen coincidir, pero desde un punto de vista político. Moore propone que no hay coincidencia, ya que siempre hay una razón detrás (y de peso) para aquello que percibimos así. Si hay una epidemia viral en Londres, y un nuevo partido político de tintes fascistas es electo post caos, mientras un número importante de los dirigentes de dicho partido se vuelven millonarios a través de una empresa farmacéutica que da con la solución al virus, y todo queda finalmente sentenciado con la pena de muerte para tres terroristas de la nación, creencia política o creencia religiosa que más deteste el país afectado (en el caso chileno: hombre o mujer joven, vive en una casa ocupa, se declara anarquista, tiene extensiones en las orejas o tatuajes en el cuerpo, pololea con alguien que es considerado cómplice, mantiene algún tipo de registro de robo, no asalto), entonces, cuando aparece la expresión “solo es una coincidencia”, ahí es cuando Moore nos propone leer entre líneas y pensar no en lo fortuito del asunto, sino en todo lo contrario, en la premeditación perversa del asunto: el partido fascista es quien libera la epidemia viral para enriquecer a su torre de control y hacerse cargo del país como los grandes salvadores de la catástrofe.

La línea de pensamiento expuesta en V de Vendetta es una característica que se debería enseñar en todos los colegios del mundo, especialmente en honor a otra gran frase de V: “People shouldn’t be afraid of their government. Governments should be afraid of their people.” Si desde chico uno aprendiera que son los gobiernos quienes deben tener miedo de la gente y no al revés, la democracia tendría un alcance muchísimo más amplio del que se supone tiene hoy por hoy.

Ahora bien, esa línea de pensamiento es fundamental en la vida pública, pues es en ese ámbito donde el ser humano disimula conspiraciones etiquetándolas de coincidencias. Pero el ámbito que me interesa hoy es el privado, donde la idea de que una coincidencia sea solo una ilusión que decidimos creer me parece un regalo. Al aceptar esta postura, y por ende negar la idea de un destino controlador o de un Dios que sugiere cosas a través de pequeñas pistas sensoriales, recibimos una herramienta, una especie de aplicación mental (para el más antiguo de los smart-algo, el cerebro, smartbrain si se quiere, pese a lo redundante), una aplicación que nos permite tejer todos los eventos de nuestra vida como una secuencia desordenada. Es repensar todo como un puzle, cada imagen como una pieza. Es aceptar el azar como un tipo de caos capaz de ser contenido por nuestra imaginación. Tejer puzles mentales.

Para cerrar, un ejemplo:

Viajé a la costa este fin de semana. Durante el viaje terminé de leer la obra de teatro “Casa de Muñecas” de Ibsen, una de las obras preferidas por mi polola, quien me acompañaba en el bus, ya que se siente identificada con el personaje principal Nora. Mientras viajábamos, en el bus le digo que mire el paisaje, en la cordillera de la costa se podía observar el fenómeno de la camanchaca, la cual es elemento escenográfico de la novela de Diego Zúñiga que lleva el mismo nombre: Camanchaca (La calabaza del diablo, 2009; Random House Mandori, 2012). Justo unos meses antes yo le regalé la novela breve de Zúñiga a mi polola sin saber que en este viaje ella vería por primera vez el conocido fenómeno climático chileno. Yo recordaría que en mi primer viaje a Valparaíso le compraría a una ex polola una chaqueta preciosa en la ropa usada de la marca London Fog. Esa marca se volvió una especie de tendencia en mi vestuario y cada vez que encuentro alguna ropa de esa marca termino comprándola. La última fue en Providencia con el consentimiento de mi polola actual, quien me prestó Camanchaca una vez que se lo terminó y que yo disfruté mucho leyendo, en gran parte por lo genuinamente bien mezclado que queda la ficción con la realidad y el efecto sórdido que produce la incertidumbre entre dónde empieza uno y dónde termina el otro. Dicho tipo de ficción es, además, de la que más valoro en general desde que descubrí a Enrique Vila-Matas, escritor español de quien hoy leí una reseña sobre su última novela, Kassel no invita a la lógica (Seix Barral, 2014), y a quien me perdí de conocer en persona por ir en este viaje a la playa. Y mientras escribo esto pienso que es por Vila-Matas y su blog que seguí con fuerte dedicación lo que, hoy por hoy, yo trato de poner a flote en el ciberespacio: este blog de reseñas literarias. Lo que me hace pensar en el blog de Diego Zúñiga en el cual no escribe desde fines del 2013, blog que descubrí hoy mientras recordaba la lectura de Camanchaca, y en el cual también se presentan reseñas de libros con un acercamiento más personal, lo que me hace recordar una de las frase que dijo mi polola a pito de cualquier otra cosa: “ya está todo, no vamos a inventar nada nuevo…” Solo creamos material de ficción. Imaginación en rayos x. Finalmente, etcétera.

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